La Iglesia en el Renacimiento


 

A principios del siglo XVI abundaban las denuncias contra la relajación eclesiástica, especialmente dentro de la misma Iglesia. El clérigo humanista inglés John Colet, en un sermón de 1513, resumía el meollo de gran parte de la crítica habitual cuando decía que «la Iglesia se había convertido en una máquina de fomento de los intereses del hombre, tomando dinero del pobre en lugar de transmitirle las enseñanzas de Cristo con amor».

Una enorme muchedumbre errabunda de falsos frailes, vendedores de reliquias y dispensas falsas sacaba provecho de la ignorancia de la gente. Los vendedores de indulgencias subrayaban la eficacia del pago y no de la contrición o de las buenas obras, sobre las cuales insistía la propia doctrina de las indulgencias. «Si Cristo hubiera de regresar a la Tierra hoy», decía el franciscano Thomas Murner, predicando en Frankfurt en 1512, «se le traicionaría, y Judas pensaría que tenía bien ganadas sus treinta monedas».

La proliferación de estas denuncias puede hacernos creer que la Iglesia ya se encontraba madura para introducir en ellas reformas, e incluso para ser sacudida por una gran Reforma. Sin embargo, el prestigio de su enseñanza, aunque algo más oscura y menos exclusiva que en otros tiempos, aún era activo y continuaba siendo una fuente de inspiración para aquellos que, en creciente número, se apiñaban en los grandes centros de teología -entre los cuales seguía manteniendo su lugar destacado la «Sorbonne» o Sorbona, es decir, la Universidad de París- y que luego se dirigían a los estratos inferiores del clero y de la sociedad laica por medio de los libros escritos y la palabra desde el púlpito.

No existía ninguna figura dominante; los hombres miraban hacia atrás fructíferamente, hacia los grandes pensadores que echaron la semilla, San Agustín, Guillermo de Ockam y Santo Tomás de Aquino. Se iniciaba el ataque al escolasticismo, a la forma de estudio y expresión característica de las facultades de teología, pero la violencia del ataque se debía a la vitalidad y no a la debilidad de lo que se estaba atacando. La influencia que entre los fieles habían tenido las controversias teológicas había sido siempre escasa; tales controversias eran la obra de movimientos que, como el franciscano, habían comenzado desde el nivel de los fieles y habían influido en el academicismo teológico.

La teología continuaba siendo vigorosa y polémica, intrincada y argumentadora, más que apasionada moralmente, y estaba aislada de la generalidad de la Iglesia. El peligro no estaba en que la Iglesia hubiese perdido su reserva de enseñanza, su capacidad para preparar y estimular, sino que a muchos de sus dignatarios se les nombrara para sus cargos sin haber entrado en contacto con ella.

La actitud de la Iglesia frente a la literatura latina secular era ambigua. En tanto que León X presenciaba las comedias del dramaturgo romano Terencio en Roma, Guillaume Michel continuaba la tradición medieval del Ovidio cristianizado con su edición de las Geórgicas de Virgilio «traducidas [al francés] y moralizadas». Virgilio había escrito de un enjambre de abejas sin patas dentro del cuerpo carcomido de una ternera, una imagen que, aunque poco común y algo repulsiva, era perfectamente rural; Michel se apresuraba a compararla con «el hombre nuevo, regenerado por la sangre de Jesucristo, sin poder propio para caminar y hacer progresos a lo largo del sendero de la virtud». En tanto que en Italia los seguidores de Pico della Mirandola se esforzaban por desvelar el mensaje divino, escondido en la literatura clásica precristiana, la abadesa del Convento de Santa Clara escribía a Konrad Celtis agradeciéndole el envío de su descripción de la ciudad de Nürnberg (Núremberg) y una copia de unos poemas amorosos latinos, sus Amores. «En verdad no puedo negar que la descripción y alabanza de la patria terrenal en vuestro libro, que tanto me complació, me hubiera resultado más cercana y deleitosa si hubiera sido la descripción y alabanza de la patria celestial más allá de Jerusalén, de la que arribamos a este valle de miserias, calamidades e ignorancia, y a la que tenemos que aspirar con todas nuestras fuerzas… Porque no tenemos aquí ciudad permanente ninguna, sino que esperamos una que está por venir… Por tanto, justificándome en la estrecha amistad que nos une, exhorto a Vuestra Merced a abandonar las malvadas fábulas de Diana, Venus y Júpiter, y de otros condenados paganos que ahora están ardiendo en el fuego del infierno, y cuyos nombres y recuerdo tienen que borrar, odiar y entregar al completo olvido los hombres auténticos que se acuerden de su profesión de cristianos.»

La Iglesia tomó a su cargo la censura de libros. La censura local data del año 1475, cuando la Universidad de Colonia recibió autorización del papa para investigar no sólo los libros, sino también los lectores. En 1486 se autorizó al arzobispo Berchtold de Mainz (Maguncia) para que supervisara los libros impresos en su provincia. Y en 1501 apareció la primera declaración pontificia de carácter general, cuando en la bula Inter multiplices, dirigida a los cristianos del Imperio Alemán, Alejandro VI saludaba la invención de la imprenta como un medio para extender la verdadera religión, pero llamaba la atención sobre el peligro de que también las concepciones heréticas pudieran obtener auditorio; e instruía a los impresores para que sometieran sus obras a la licencia de los arzobispos. La imprentas monacales no eran raras; en Florencia había una hasta en el convento de monjas dominicas de San Giacopo de Ripoli. La Iglesia tenía pocos motivos para sentirse inquieta por la imprenta. De una cifra aproximada de libros publicados antes de 1500 resulta que, al menos el 45% eran de naturaleza religiosa y que el porcentaje creció, en lugar de descender, en los siguientes veinte años. Y esa cifra no incluye más que muy pocos recordatorios (xilografías con unas líneas de texto debajo, que constituían todo el mobiliario religioso de innúmeras casas pobres), ni tampoco los infolios o los folletos baratos que detallaban milagros, vidas de santos o textos agrupados por por temas, manuales para llevar en peregrinación, breves meditaciones en loor de Nuestra Señora o las últimas palabras en la cruz. Perecederos y realizados por manos chapuceras, su número sólo se puede adivinar tomando como base algunas supervivencias frágiles.